La
chica miró hacia el horizonte. Empezaba a anochecer. Siempre le ha
gustado los anocheceres. Cada vez que veía uno era diferente al del
día anterior. Además, le parecían muy difíciles de dibujar ya que
la naturaleza era capaz de mezclar colores muy diferentes entre sí
y, que al mezclarlos, quedaran en consonancia. Ella nunca consiguió
eso y le frustraba. De repente, escuchó como una persona, con una
voz ronca, débil y conocida, carraspeó.
—Pensé
que no te volvería a ver... —susurró esa voz conocida. La chica
sonrió involuntariamente. Ella nunca le diría el porqué se
encontraba allí, pero lo cierto fue que se había quedado pensando
en todas las cosas que esta mujer le había dicho.
—Las
vueltas que da la vida...
—La
vida... —repitió la adicta, empezando ya a divagar. No tardó
mucho más en sacarse el primer cigarro de la conversación. Sí, así
lo bautizó la chica: cigarro de la conversación. En realidad, toda
persona que fume tiene una conversación (al menos una vez al día)
con una persona que no conoce de nada. Simplemente porque comparten
un lugar donde sí se puede fumar y con eso da para hablar de algo
sin importancia. Pero esta conversación sí iba a ser trascendente.
La adicta interrumpió los pensamientos de la chica con un suspiro.
Un suspiro que contenía palabras nunca dichas, preocupaciones quizá,
o quién sabe, un simple y último suspiro antes de que caiga la
noche.
—¿Pasa
algo? —preguntó la chica, sin poder aguantar más ese silencio. La
adicta asintió, pero no dijo nada hasta que terminó su cigarrillo.
—Mi
hija y yo hemos tenido una conversación densa e importante para
nuestras vidas. Más para la mía que para la suya a decir verdad
—tomó aire—. Quiere internarme en una residencia —dijo
mientras soltaba el aire que había retenido—, de ancianos. Los
ancianos huelen mal... —la chica soltó una risita— No, yo no
huelo mal...
—Huele
a tabaco. No sé que es peor: si oler a años de vida o a años de
adicción.
—He
ido a visitar la residencia —continuó hablando la anciana,
ignorando el comentario de la chica— en la que quiere que me
interne y no me gusta. No, no quiero estar encerrada el resto de mis
días allí. ¡Me niego!
La
adicta sacó otro cigarrillo y lo encendió. La chica no sabía cómo
ayudarla. En cierta manera, la anciana la ayudó a ella; ahora se
sentía en deuda y quería pagárselo con buenos consejos, pero ella
era joven, ¿qué sabía de la vida? En ese momento se acordó de
algo que escribió una vez en un papel de servilleta.
—Mire
para enfrente —ordenó la chica. La adicta la obedeció —. ¿Qué
ves?
—El
anochecer.
—¿Qué
significa eso?
—Que
llega la noche —dijo la anciana en un tono interrogativo. La chica
asintió.
—La
vida es eso. Un anochecer y amanecer constante. No solo nacemos una
vez, nacemos cada día junto a nuevas oportunidades, decepciones y
emociones. No imagino cuántas veces ha nacido a lo largo de su vida;
desaprovechando en ocasiones ser feliz y aprovechando momentos con
personas que no volverá a ver; pataleando porque no ha conseguido lo
que quería y enfadándose porque no le gusta algunas actitudes de
otras personas. Ha vivido mucho señora y lo seguirá haciendo hasta
quién quiera sabe.
—¿Y
qué? ¿Para qué me vale toda esta bazofia? Me estás diciendo que
viva entre cuatro paredes con ancianos que solo les faltan dos
telediarios, o si quieres, dos anocheceres. No me siento viva si veo
a los de mi alrededor morirse. —la chica se quedó mirando a la
adicta, sin creer lo que acababa de decir.
—¿Me
estás diciendo que no puedes sentirte viva cuando los de tu
alrededor se mueren, pero tu alrededor sí tiene que sentirse vivo
viendo como tú te mueres? —la anciana no entendió de qué
hablaba la chica.
—¿Qué
me quieres decir?
—¿Nunca
has leído lo que pone en las cajetillas de tabaco? ¿No piensas que
a lo mejor su hija no puede ver cómo tú misma se está matando?
—Esto
no me matará. —dijo decidida la adicta.
—Claro...
no te matará al instante, pero sí poco a poco y cuando quieras
dejarlo, cuidarte e intentar vivir unos años más, ya será
demasiado tarde porque, señora, se morirá por su culpa.
Se
hizo el silencio. La adicta pensaba en lo que la chica le había
dicho y ésta se arrepentía de haber sido tan sincera y meterse
donde no debía.
—Lo
siento... —dijo la chica. No pretendía herir los sentimientos de
nadie y menos de una mujer que no conocía. Intentaba ser prudente
con su lengua y pensar antes de decir demasiado la verdad.
—Me
internaré —dijo de repente la anciana—. Pero con una
condición... me visitarás dos veces a la semana.
La
chica se sintió poderosa, quién sabe, a lo mejor fue ella la que
cambió la manera de pensar de aquella vieja y adicta mujer.
—¡Trato
hecho! —dijo feliz la chica.
—Pero
ahora, te contaré algo que seguramente, aprenderás con los años.
Tómalo como una advertencia —la chica asintió—. Todos tenemos
adicciones: al chocolate, películas porno, alcohol... y todo lo que
desemboque en adicción, tiene consecuencias malas. El tabaco, un
cáncer; el chocolate, diabetes; porno, obsesión por el sexo;
alcohol, locura.
»En
cambio, si estas cosas no llegan a una adicción, son buenas. El
dulce es bueno para nuestro cerebro, las pelis porno hace que
lleguemos a tener más fantasías y así experimentar con la pareja y
el alcohol es recomendable en pequeñas dosis ya que tiene un nosequé
saludable para nuestro cuerpo —la adicta tiró lo que le quedaba de
cigarro por el balcón—. Reconozco que he pasado esa línea,
además, el tabaco no da beneficios para mi salud. No voy a
prometerte que intentaré dejarlo, lo he prometido muchas veces y
siempre lo he incumplido. Así que simplemente dejaré de fumar
tanto.
La
chica escuchó con detenimiento lo que la anciana le había dicho. Le
parecía una mujer muy interesante y estaba segura de que sus visitas
también iban a serlo. Las dos mujeres se fueron del balcón, se
dieron el número de teléfono y durante días, la chica estuvo
esperando la llamada de la mujer. La llamada en la cual, la adicta,
iba a decirle a la chica en qué residencia se encontraba.