Siempre decía lo mismo:
no me enamoraré nunca.
Siempre he dicho la verdad...
no he llegado a conseguirlo.
Sin embargo un día,
sin querer verlo,
y mucho menos padecerlo,
te encuentro.
«¡Guapa!»,
me gritas como un energúmeno.
Yo río.
¡Oh, sí bonito! No vale un simple piropo.
Y lo sabías, sabías que eso no bastaba.
Y seguías, seguías haciendo siempre lo mismo.
No, te decía.
Así no llegarás a nada conmigo.
Y no llegó a nada.
Simplemente....
te fuiste.
No, lo dejé marchar.
Bueno, no sé.
Le dije dos veces que no...
A lo mejor...
A la tercera...
Siempre igual:
no me enamoraré nunca.
Y ahora, ¿ahora?
Ahora, chico, sólo pienso en ti.